En el principio,
cuando el barro aún guardaba el aliento,
Dios creó al hombre y a la mujer
de la misma arcilla,
en el mismo día,
con la misma sustancia.
El varón se llamó
Adán.
La mujer se llamó Lilith.
Ella era risa y
llama,
viento que no se inclina,
pregunta que no calla.
Miraba de frente
y no aceptaba cadenas.
Cuando Adán quiso
doblegarla,
ella respondió con la verdad primera:
“No soy tu sierva.
Fuimos creados juntos,
somos iguales.”
Y eligió la
libertad.
Se marchó desnuda,
sin culpa —el pecado aún no existía—,
dejando tras de sí
un aroma de hierbas y musgo,
el eco de un NO que era semilla.
Entonces, el
Creador,
cansado de lamentos,
arrancó del costado de Adán
una costilla obediente
y de ella formó a Eva:
sombra sumisa,
ayuda callada,
carne nacida de la carne,
para decir “sí”
donde Lilith había dicho “no”.
Así comenzó la
historia:
con la expulsión de la primera mujer libre
y la invención de la mujer sierva.
Pero nosotras,
hijas de Lilith,
guardamos su risa burlona,
su dignidad indomable,
su partida sin vergüenza.
Si nos llaman
pecado,
respondemos origen.
Si nos llaman rebeldía,
respondemos dignidad.
Si nos llaman rameras,
respondemos raíz.
Porque no somos
costillas:
somos arcilla sagrada,
barro primero,
memoria intacta.
Nosotras somos la
voz de Lilith,
y nunca más seremos silenciadas.
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Acotación bíblica:
Inspirado en el Génesis (cap. 1, v. 27-28; cap. 2, v. 18 y 23) y en la
tradición hebrea que reconoce a Lilith como la primera mujer de Adán.
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