viernes

Hijas de Lilith










En el principio,
cuando el barro aún guardaba el aliento,
Dios creó al hombre y a la mujer
de la misma arcilla,
en el mismo día,
con la misma sustancia.

El varón se llamó Adán.
La mujer se llamó Lilith.

Ella era risa y llama,
viento que no se inclina,
pregunta que no calla.
Miraba de frente
y no aceptaba cadenas.

Cuando Adán quiso doblegarla,
ella respondió con la verdad primera:
“No soy tu sierva.
Fuimos creados juntos,
somos iguales.”

Y eligió la libertad.
Se marchó desnuda,
sin culpa —el pecado aún no existía—,
dejando tras de sí
un aroma de hierbas y musgo,
el eco de un NO que era semilla.

Entonces, el Creador,
cansado de lamentos,
arrancó del costado de Adán
una costilla obediente
y de ella formó a Eva:
sombra sumisa,
ayuda callada,
carne nacida de la carne,
para decir “sí”
donde Lilith había dicho “no”.

Así comenzó la historia:
con la expulsión de la primera mujer libre
y la invención de la mujer sierva.

Pero nosotras, hijas de Lilith,
guardamos su risa burlona,
su dignidad indomable,
su partida sin vergüenza.

Si nos llaman pecado,
respondemos origen.
Si nos llaman rebeldía,
respondemos dignidad.
Si nos llaman rameras,
respondemos raíz.

Porque no somos costillas:
somos arcilla sagrada,
barro primero,
memoria intacta.

Nosotras somos la voz de Lilith,
y nunca más seremos silenciadas.


Imagen de Etsy.com

Acotación bíblica:
Inspirado en el Génesis (cap. 1, v. 27-28; cap. 2, v. 18 y 23) y en la tradición hebrea que reconoce a Lilith como la primera mujer de Adán.


 

martes

DESDE MI VENTANA ARDE EL BARRRANCO

 









Tras el incendio,
las heridas mortales de los montes
laceran desde mi ventana.
El humo aún cuelga de los árboles calcinados,
como un suspiro detenido.

Siento los lamentos de almas inmoladas por manos cobardes,
por la desidia,
por el olvido
de que todo lo vivo también reza.
Las dríades huyen de los bosques que las dieron cobijo:
la cierva blanca,
el duende de las raíces,
la vieja encina que hablaba con el viento.
Se alejan,
llenas de ceniza en la mirada,
con su dignidad intacta,
y su dolor intacto.

La muerte planea por el valle,
se posa en las zarzas,
acaricia las piedras calcinadas,
y el vuelo truncado de las aves.

El Barranco llora,
sus aguas ennegrecidas claman justicia.

No hay castigo que repare
la fractura del mundo,
ni sentencia que devuelva
el canto al ruiseñor, la guarida a la ardilla,
el perfume al tomillo.

Pero aún así,
desde esta ventana que arde en impotencia,
mi alma grita:

¡Vida para lo irreparable!
¡Que brote lo verde desde la herida,
que renazca la esperanza,
en el hueco del espanto,
que vuelva la lluvia a lavar el crimen!

Y que no olvidemos nunca
quiénes fuimos,
ni lo que le debemos a cada rama consumida
por nuestra ceguera.


domingo

En esta ingravidez que me rodea










En esta ingravidez que me rodea,
donde flotan los recuerdos como cenizas sin hogar,
donde habitan las ausencias con voz de eco antiguo,
y las rosas que nunca recibí
marchitan su perfume en un jarrón vacío.
Aquí viven las caricias huecas
que rozaron el aire pero no la piel,
y manos que transitaron de largo,
como trenes de paso en mi estación.
Los adioses que nadie pronunció
reposan junto a los sueños                                                                                                          que se deshicieron en la almohada,
junto a fantasías dormidas
que no despertaron de su letargo.
Aquí laten los verbos que no se conjugaron,
los besos que fueron expiados antes de nacer,
los halagos indultados por miedo a su verdad.
Es el lugar del estar y el partir,
del hola sin promesa y del adiós sin lágrimas,
del alba que no canta
y del ocaso que no termina de caer.
Es el territorio quebrado
entre la pérdida y el encuentro,
un filo de mundo donde todo es casi,
pero nunca suficiente.
Y en medio,
la burbuja de la nada absoluta,
donde respiro sin saber si sigo viva,
donde el tiempo no me nombra,
y el corazón late por inercia,
no por deseo.
Aquí estoy,
en la frontera sin mapa
de lo que fue y lo que no será.
Y no sé si floto o me hundo.
No sé si espero,
o si ya he dejado de hacerlo.
Solo sé que esta ingravidez pesa,
que esta nada abruma,
y que a veces —solo a veces—
quisiera que alguien dijera mi nombre
antes de que se diluya del todo.