Cuando recobré el conocimiento me hallaba en un lugar oscuro y maloliente. Poco a poco mi vista se fue habituando a la falta de luz y pude darme cuenta de que me encontraba en una mazmorra. Era un lugar espantoso, las piedras de las paredes rezumaban humedad. Huellas de orines partían del suelo hasta las paredes. Me incorporé un poco y con débil voz, pregunté: - ¿Dónde estoy? ¿Alguien puede decirme que hago aquí?
Ninguna respuesta. Las mujeres que me rodeaban se me quedaron mirando, pero no dijeron ni una palabra.
-¿Dónde estoy? Repetí un poco más fuerte
-Estás en manos del Santo Oficio- Dijo por fin una mujer.- Y ya sabes lo que eso conlleva,- se acercó donde yo estaba.- la tortura y, tal vez, la hoguera.
-Pero yo no soy ninguna bruja, soy una campesina, no entiendo nada de brujas, ni nunca he conocido a una.
-Eso no tiene importancia, te han cazado y eso es más que suficiente para ser bruja.
En ese momento se acabó la charla porque se abrió la puerta y dos hombres cargados con un saco entraron por ella, lo volcaron en los escalones y se dieron la vuelta rápidamente.
Las mujeres se abalanzaron sobre él y comenzaron a disputarse el pan y la sucia agua, que era en lo que consistía la comida.
Yo me quedé acurrucada en un rincón viendo cómo las mujeres se tiraban de los pelos y se lanzaban mordiscos unas a otras para lograr un trozo.
El estómago se me revolvía de verlas.
-. Has de ser lista cuando traigan la comida.- dijo la misma mujer.- pues si has de ser torturada, mejor que te coja con fuerzas para soportarlo.
-.Prefiero morir de hambre que pasar por la tortura.-Dije yo.
-.Ya aprenderás.- Dijo la vieja desdentada.- Las punzadas que da el hambre son peores que la tortura. Yo he visto a mujeres comerse sus propias manos.
Y cosas aun peores.
Cuando todas dormían yo pensaba en el joven de la montaña y trataba de entender sus extrañas palabras. Sobre todo añoraba mis montañas, los animalillos que acudían a verme al ribazo cada mañana, el agua fresca del río donde me bañaba.
Cada día cuando llegaban los guardias con la comida se repetía la misma escena, yo comía porque una mujer hermosa a quien yo llamaba CARA DE ANGEL, (ya que tenía unos bonitos ojos azules y una dulce cara) siempre me traía un trozo de mugriento pan y un pequeño tazón de agua.
Una mañana me advirtió de que tuviera cuidado con lo que decía y, sobretodo, a quien se lo decía, porque allí cualquiera era capaz de jurar que te habían visto volar en una escoba, o devorar a un niño, y sólo por las sobras que las daban los carceleros.
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