jueves

En la penumbra quieta




 







Esta insatisfacción que me acongoja
y me desconcierta
nace bajo la órbita de una luna hambrienta,
una luna que me observa
como si conociera mis grietas
mejor que yo misma.

Tengo la vida tejida de planes,
constelaciones dibujadas
para guiar mis pasos,
pero al tocarlas
se deshacen como polvo estelar
entre mis dedos.
Y entonces quedo suspendida,
flotando en un cielo sin nombres,
sin dirección,
sin un norte que me reclame.

Nada me llena.
Nada contiene la forma exacta
de mi sed.
Cada pequeño logro
es un astro fugaz
que cruza mi noche
y se apaga antes de enseñarme su rostro.

Después de una salida,
una comida,
un encuentro que debería anclarme,
mi mente se alza como una sombra alada
y huye a otra dimensión,
donde los futuros inventados
se multiplican
como lunas reflejadas
en un estanque roto.

Incluso las compras,
estos rituales terrestres,
me dejan vacía:
termino de elegir algo
y ya siento el eclipse dentro de mí,
la luz devorada,
el silencio que respira
como un oráculo oscuro
en el fondo de mi pecho.

Y cuando las cosas que quedan por hacer
se amontonan como templos abandonados,
se abre en mí un portal inquietante,
un vértigo antiguo,
como si el tiempo me mirara
desde un abismo sin memoria.

Me pesa lo pendiente,
me consume lo inacabado,
y el caos se mueve sigiloso
como un cometa sin rumbo,
dejando estelas de sombra
por las paredes de mi alma.

Entonces me asusto,
porque me siento despojada de piel,
habitada por la noche,
expuesta al murmullo cósmico
que no promete refugio.

Mi respiración se vuelve tenue,
apenas un hilo lunar
tratando de sostenerse
entre dos mundos.

Y en ese instante,
cuando lo visible se abre
y lo invisible me reclama,
comprendo que este vacío
no es ausencia,
sino una forma secreta de presencia,
un pulso que late con un eco
que no pertenece del todo a este mundo.

Y así descubro, al fin,
que lo que me habita
no es solo oscuridad,
ni únicamente desasosiego,
sino la huella exacta
de lo que soy cuando callo:

Mi propia
Anatomía de la sombra.